El Azulgrana: estadio-máquina del tiempo

*Es un milagro que un estadio tan veterano sobreviva, y ese fenómeno tiene algo encantadoramente absurdo: está ubicado en Eje 6 e Insurgentes, cruce de embotellamientos imposibles, muchedumbres trabajadoras

Aníbal Santiago

Ciudad de México (CDMX). – Ridículamente bajitas, las taquillas del Estadio Azulgrana te obligan a pedir tu boleto encorvándote como si no fueras tú sino Sara García -La Abuelita de México- la aficionada del viejo Atlante que con la espalda curva como caparazón quiere su butaca en las arcaicas tribunas de la colonia Noche Buena. Cuando ya bien agachado te dispones a pedir tu entrada en Zona Preferente, gritas: “¡dos para el partido contra los Alteños de Tepatitláaaaaaaan”. No te queda de otra: tienes que descerrajar tu voz de trompeta militar porque a la boletería la protegen unos barrotes gruesos, sólidos y antiguos, además de un grueso vidrio de seguridad que salva al taquillero de tu presencia, amenazadora como si quien desea comprar su acceso al futbol fuera un bandido de la peligrosidad de “Chucho El Roto”.

No son una coincidencia todas esas referencias al año del caldo. El estadio donde han sido locales todos los equipos capitalinos -además de los azulgrana, América, Necaxa, Pumas y Cruz Azul- fue inaugurado en 1946, sí, en tiempos en que el planeta empezaba a respirar después del terror nazi de la Segunda Guerra Mundial y cuando el PRI apenas tenía sus primeros días de vida.

Es un milagro que un estadio tan veterano sobreviva, y ese fenómeno tiene algo encantadoramente absurdo: está ubicado en Eje 6 e Insurgentes, cruce de embotellamientos imposibles, muchedumbres trabajadoras, grandes edificios y estresante trajín de oficinistas. De ahí su maravilla: la Ciudad de México cuenta con un estadio en el lugar más incómodo para un estadio, justamente. Si desciendes en la estación de Metrobús Ciudad de los Deportes (como también es conocido) y caminas unas cuadras hasta el cilindro pintado en azul y grana, antes de ingresar observa su fachada. Ese cemento que a veces se cae a pedazos, descascarado y lastimoso, es la cara de un espacio deportivo al que han acudido generaciones y generaciones de chilangos desde que a México lo gobernaba Manuel Ávila Camacho, militar y combatiente de la Revolución. Ya adentro, todo es deliciosamente incómodo. Los pasillos, angostos como túneles de grutas, te hacen rozar los cuerpos de los atlantistas, una porra brava comandada por señoras y señores que incluso rozan los 80 años y que siguen a su humilde equipo de lo que hoy es la Liga Expansión (la segunda división mexicana) con la misma alegría y bravura con que en 1954 y 1955 gritaban a Horacio Casarín, su ídolo goleador.

Al bajar por unas escaleritas diminutas y ocupar tu pequeña butaca estarás en el segundo estadio más viejo de México (el más antiguo es el Estadio Xalapeño de 1926) en lo alto de una gradería que bien pudo ocupar Pedro Infante en los días de Nosotros los Pobres. Aunque no contemples a un equipo que congrega multitudes, estar ante los “Potros de Hierro” es meterte a una cápsula del tiempo, incluso auditiva: son alentados con el clásico Chiquitibum pero también con un grito único y remoto nacido en las entrañas de Tepito, La Lagunilla, Tlatelolco, la Guerrero y otros barrios capitalinos de sangre obrera: “Les guste o no les guste, les cuadre o no les cuadre, el Atlante es su padre, y si no, ching… a su madre!”. Con los atlantistas, aguas.

Fotos: Especial

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